jueves, 31 de enero de 2013

Los templos de Kyoto

Si uno siguiera los principios del Zen, tendría que alejarse de la dualidad que provoca la hermosura de los templos de Kyoto. Habría que abstenerse de hacer ningún comentario sobre la armonía de sus jardines, la textura perfecta de sus maderas oscuras, la calma a la vista que generan las caídas pagódicas de sus techos, o la tierna devoción que trasmiten sus silenciosos monjes.
Seguramente, si le permitiéramos a nuestro ego, que tan mala prensa tiene por aquellas religiones, expresar toda su fascinación por esa ciudad, que guarda los templos mas famosos, hermosos y floridos de todo Japón, no faltará algún Buda nuevo que nos diga que todo es uno, que la hermosura y la fealdad son la misma cosa, que la armonía y la desarmonía no son diferentes, que la calma y la intranquilidad se unen con el todo, y que no hay jardines, ni templos, ni monjes, ni Kyoto, ni Japón, ni ego, ni nada. Nos hablaría de la budeidad del perro y nos contestaría que "mu"
Pero yo, que no puedo con mi dualidad, o mejor dicho, con mi multipersonalidad, adoro sentarme frente a aquellos pacíficos animales serenos que son los templos de Kyoto.
En ellos viven los silencios de las meditaciones mas profundas del mundo, mezcladas con aromas a incienso y mirra. Se escuchan, aún, los cantos de los entierros de muertos pasados, sin llantos ni penas. Se ven las piedras entre arenas rastrilladas con arte inexplicable, por monjes ancianos de mil años de profundidad.
En los templos de Kyoto, un te no es un te. Es la enseñanza toda del buda venerado. Es la oportunidad única de que surja la pregunta que destruya la respuesta. Es la posibilidad de vaciar la tasa para llenarla de lo que fuera.
El misterio desaparece entre las lomas de sus jardines, entre el celeste de sus cerezos, entre las lineas onduladas de los areneros de meditación. El misterio desaparece y sólo queda aquello, mucho mas enorme, mas inabarcable y mas intenso que el misterio mismo: Sólo queda lo que es, que siempre es mas arduo que cualquier misterio existente.
En los templos de Kyoto se aprende que un segundo es eternamente insoportable, que sentarse a contemplar es tarea de titanes, que el no hablar, sólo deja el pavoroso resultado del ensordecedor ruido dentro de los cráneos.
En los templos de Kyoto, quitarse los zapatos es tarea sencilla, pero volver a ponérselos es otro cantar.
Debe ser por ese Koan  del perro y la budeidad.
Alguna día, voy a dejar de preguntarme porqué el monje contestó "Mu"

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