miércoles, 30 de enero de 2013

Perdiéndose en Metz

Hay ciudades en las que es mejor no perderse y otras en las que mejor si. Metz es de éstas últimas.
No es difícil perderse en Metz, y no por las diagonales, o los rumbos caprichosos que toman sus calles por tener que seguir el ánimo de tantos caminos de agua que nacen, sino porque marean sus casas medievales, sus grandes y diminutos templos y la cantidad amable de mesas en donde sentarse a probar delicias francesas.
Son tres islas las que forman Metz, tres hermanas de tierra, tomadas de las manos, armando puentes: La pequeña Saulcy, la gran Saulcy y Chambière.
Perderse en Metz es una experiencia silenciosa, con calles que nada recuerdan al siglo XXI. No es solamente perderse en el espacio, sino también en el tiempo, en los tiempos, que marean la conciencia y solamente dejan alerta la capacidad de mirar aquellos cuadros vivos.
En Metz hay puentes, ya se dijo, pero ellos son los encargados de que los pies del desorientado vayan a lugares hermosos.
En el final de cada puente se encuentra un tesoro, al igual que la leyenda de la marmita de oro al final del arco iris, pero con la diferencia de que no hay marmitas, sino hermosas florerías, o bandas de tubas y trombones dando conciertos al aire libre, o imponentes catedrales que mezclan estilos de todas las épocas, o castillos medievales llenos de fantasmas que caminan por el Puente de los Muertos, descansan en paz, y disfrutan de la muerte.
En Metz hay una estación de trenes que es de piedra, con arcadas, de torre con reloj incluido, y que dan ganas de visitarla aunque no haya que subirse a ningún tren.
En Metz hay bancos con vista a Mosela y Seille. El agua de esos ríos habla, susurra, ronronea como los gatos, hace perder mas aún al perdido y le roba su pena, su tristeza, su melancolía.
En Metz dan ganas de sacar los violines, las violas, los cellos y los contrabajos y armar una orquesta de cuerdas al atardecer, allí mismo, recibiendo con música a los trenes que llegan cuando el sol es naranja y las piedras de las casas se pintan amarillas, sobre los puentes, bajo los balcones de Julieta, entre las mesas y sillas de los bares amables.
Dan ganas de tocar música de Couperin, Lully, Leclair, Colombe, Charpentier y devolver un poco a francia, lo que nos ha regalado con Metz.
Perderse allí, en esa ciudad, es encontrarse en algún otro lugar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario