domingo, 10 de febrero de 2013

Una siesta a orillas del Sena

Discrepo con quienes toman a la Torre Eiffel como símbolo de París. Siento que es una enorme injusticia para con ese enorme ser que es el Sena, antiguo como el mundo, mucho mas que el monumento de hierro, que cruza la ciudad ondeando a gusto, separando mitades de calles y avenidas, como una gran grieta perfecta que obligó a los franceses a cocer la ciudad con costuras de puentes hermosos.
Me enojo, neuróticamente, con quienes hacen colas larguísimas y pasan horas bajo el sol para subir a un Arco del Triunfo que le hace honores a un diminuto ególatra, sin ánimos de ofender al pobre Napoleón, y no usan ese tiempo para recorrer las deliciosas panaderías o patisseries, como se dice en aquel idioma que tanta fantasía perfuma a los enamorados, y que tanta mala sangre le trajo al angustiado Mozart cuando tuvo que ganarse la vida escribiendo operas en francés, y no se sientan a orillas del Sena con su delicioso croque-monsier o su croque-madame según el gusto de cada uno.
Se puede caminar por los Campos Elliseos, se "debe" caminar, mejor dicho, por los Campos Eliseos, pero cuando el agotamiento aparece, compañero infaltable de un día perfecto en cualquier viaje, hay que buscar el Sena, que siempre está amablemente cerca, y descalzarse, recostarse, apoyar la cabeza en aquello que hayamos usado de bagaje, así no sea mas que una faltriquera, y cerrar los ojos.
Entonces, como si fuera magia, lo encuentra a uno el sueño a orillas del Sena .
Y con un poco de suerte, comienza el otro paseo por París. Aparecen, detrás de los párpados cerrados, sonidos de pájaros, de catamaranes plagados de turistas con mil idiomas mezclados, de agua que choca con agua, de instrumentos y canciones de artistas callejeros, de voces en francés, llenas de palabras todas hermosas. Se recorre otra vez la ciudad, volando sobre París como esos pájaros que pasan sobre el Sena, y se sacan fotos panorámicas hermosas, misteriosas, que quedan guardadas en esos extraños archivos del cerebro.
Se ve, de nuevo, el Arco del Triunfo, y ahora resultan divertidas esas filas de gentes que esperan entrar, porque uno está volando por todos lados, y no necesita de nada mas que el Sena y su orilla de piedra.
Y a lo mejor, las imágenes se mezclan con sueños de bares antiguos, o de carruajes tirados por caballos franceses, o de calles con adoquines y prostitutas de Can-Can y portaligas.
Claro que uno no es un pájaro, y éste es el siglo XXI, así que puede ser, que en medio de la ensoñación, se abran los ojos un poco, apenas entornados, para comprobar que es verdad, que los sonidos existen y que el Sena está allí con los turistas, los artistas callejeros y los catamaranes. Y que gloria, efectivamente están allí!
Así que seguramente, por instinto o por placer, cada uno sabe, se volverán a cerrar los ojos y se seguirá el viaje, los minutos y horas que sean necesarias, que una siesta en el Sena dura lo que tiene que durar.
Despertarse es otra aventura, porque espera mas París por todos lados, con sus Versalles y su Moulin Rouge, pero ese es el real, el que se toca y se camina.
El París que a mi me gusta, de verdad, es el que se sueña a orillas del Sena.

lunes, 4 de febrero de 2013

Vacaciones en Muggia

Dieron las cuentas de mi destino, caprichosas e indescifrables, como para que pasara, hace unos años, unas sorpresivas y no buscadas vacaciones en Muggia, cerquita de Trieste, allí por el Veneto.
Muggia es un pueblo que no vive de la pesca, pero en el que viven muchos pescadores. Lleno de lanchas y embarcaciones pequeñas, dan ganas de quedarse escuchando toda la noche las campanas de los mástiles, mientras se ve pasar a los mismos caravinieri, o al mismo linyera, o al mismo anciano con bastón de mango de bronce, o al mismo loco que habla solo que pasa todos los días.
Muggia es pequeño y vive entre las montañas y el agua. Tiene casas de todos los colores desacomodadas por ahí, y una plaza con bares y mesas que dan a la iglesia principal.
La iglesia es de piedra amarilla, de esa piedra volcánica de la que están hechas tantas casas de Italia. Sobre la enorme puerta de madera crece, desde su centro, un redondo vitraux colorido. Es un ojo de mil pigmentos que mira hacia la plaza, como un cíclope inmóvil y amable.
El vitraux que se ve por fuera de la iglesia es diferente al que se ve por dentro, pues el sol hace de las suyas con las formas y los colores, y una vez entrados en el templo, es cuestión de pararse a unos metros del gran círculo de vidrio, para ver como el show policromático tiñe y salpica a santos y cristos, a curas y fieles, a niños y ancianos.
Los niños de Muggia entran y salen de la iglesia. Corren por entre los bancos, salvo entre las misas, que no vaya a enojarse el Santo Padre, que estamos en su casa y no hay que hacer ruido. Los niños Saltan los tres o cuatro escalones que elevan la construcción cuando las aguas deciden visitar la plaza, y escapan de los padres gritones, italianísimos, que llaman a los alaridos, mas por herencia genética, que por necesitar algo en especial.
La herencia de Muggia, su estética, sus costumbres, son las  que Fellini usó en sus películas. Las que Vivaldi, Morricone o Rotta en sus músicas, y las que los hermanos Antonio y Bartolomeo Vivarini aprendieron en la Escuela Veneciana de pintura.    
Y es de Fellini o de Giussepe Tornatore, de quien uno se acuerda cuando se sienta en aquella plaza. Amarcor, La Strada, o Cinema Paradiso aparecen, sin querer, doblando la esquina en nuestra cabeza. Uno espera ver al Massimo Troisi de Il Postino pensando en su Beatrice Russo y murmurando en voz baja:  "La poesia non è di chi scrive ma anche chi utilizza"
Muggia no es, específicamente,  un lugar para tomar vacaciones. No es un destino particularmente turístico, ni tampoco esconde atractivos que compitan con las grandes ciudades de Italia. No venga a Muggia de paseo.
Eso si, si por inexplicables malos cálculos del destino, existe la obligación de hacer parada allí, lo mejor es: sentarse en aquella plaza con un Late Machiatto en frente, y agradecer a la vida por lo generosa que a veces puede ser.